Siempre llegaba a la cama con los ojos casi cerrados. Resistía todo cuanto podía; nunca era suficiente. No hacía más que juntar los párpados, dejarse llevar, y todo aquello en lo que se convertía ese mundo que no era, se inundaba de caminos, de rectas, de flechas cruzadas. Intersecciones que se le escapaban, pues ella no caminaba lo negro del camino, sino lo veía desde afuera, en el plano incoloro desde donde, todas las noches, esperaba se construyera una curva, un giro que la llevara a acercarse al cruce en el que, estaba segura, todo sucedería.