Mere Mores
Thursday, December 29, 2005
  Mundas Vult Decipi

Lo único que me queda de él son las imágenes de sus cuadros y creer que finalmente se fue a Nueva York. Era alto, casi dos pies más que yo. Tenía el pelo negro, lacio, largo. Su piel era blanca; él quería que se viera gris, para mí era rosada. Sus ojos, negros, sabían leer más de lo que yo podía hablar. Me enamoré de sus cuadros, de su valentía, de sus hombres decapitados, de sus crucificados.

Una tarde de junio le pedí que me enseñara. Caminamos desde el colegio hasta las cuatro paredes que encerraban todos sus atriles, sus crucifijos rotos, un camastro en una esquina, pintura y ropa por todos sitios. Me dio un canvas blanco, vacío, mío. Tomó mis manos y las guió sobre la tela áspera. Mi mano quedaba escondida dentro de la pirámide que formaba la suya y sus dedos preparaban cada hilo antes de que llegara a mi piel. Mientras me soltaba – todavía la yema de mis dedos seguía pegada a aquella tabula rasa – me susurró al oído, por primera vez, las palabras que seguirían conmigo siempre: Mundas vult decipi.

Los rayos del sol se empujaban entre la sucia tela metálica que cubría las ventanas de cristal. La mezcla de polvo y pintura que bailaba en el aire se hacía cada vez más densa. Respirar me costaba. Me quedé paralizada frente a una tela blanca. Uno a uno, mi mente formó aquellos hombres que de siempre me habitaban, arrancó poco a poco cada una de las cabezas, clavó uno a uno cada clavo. Nacieron rítmicamente entre el eco de mis pensamientos. La tela seguía blanca, frente a mí.

El me miraba de lejos. No dijo nada. Encendió un cigarrillo y se quitó la camisa. Mis hombres decapitados colgaban cabeza abajo, chorreado agua de colores. Mis manos seguían inmóviles. Mis ojos clavados en el blanco. Mis piernas temblaban. En aquel momento no supe si era por mi falta de valentía, por la incapacidad de llevar a mis hombres y dejarlos en aquel papel que me hablaba, o si era porque él había terminado su cigarrillo y se acercaba ahora hacia mí.

Sentí su respiración despeinarme suavemente. Sus manos recorrieron mis brazos, soltaron paleta y pincel, escondieron las mías. Todavía no es el momento, chiquita – me dijo, lenta y suavemente, susurrando cada palabra sobre mi cuello. Cerró mis ojos con sus dedos, como rompiendo los nudos que me amarraban a aquel cuadro vacío. Algún día podrás soltar cualquiera de tus mentiras y te librarás del engaño

.

Aquella tarde, decapité, crucifiqué y me cubrí de la melena de mi gigante. Ahora él no está. Ahora otro canvas me espera, día a día, noche a noche. Todavía los decapitados duermen en los baúles donde los deposité aquella tarde. Tal vez esa ha sido mi mentira; tal vez fue él quién me libró de mi engaño.


 
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